miércoles, 9 de marzo de 2011

Por primera vez

“Vamos, ya queda poco.”
Zybar se había repetido la misma frase una y otra vez, pero su significado no tardaba esfumarse, como arrastrado por la corriente del riachuelo.
Día tras día, los dos compañeros caminaron por la ribera hasta que el sol se escondía tras la vegetación. Por fin habían dejado de alimentarse solamente de tiras de carne. Al beber tanta agua como necesitaban, recuperaron fuerzas suficientes como para cazar alguno de los animales que se cruzaban en su camino. Aprendieron también a diferenciar a los que tenían la carne dura y tan amarga como la bilis, de los más jugosos, cuya carne se separaba de los huesos con un leve mordisco.
En una ocasión, antes de que el sol se retirara tras las copas de los árboles, llegaron a un saliente de roca, negro como un tronco abrasado, que desviaba en un pronunciado recodo el cauce del arroyo. A medida que la distancia que les separaba de las Rocas Nocturnas aumentaba, aquellos recuerdos de la cordillera Ardiente se volvían cada vez más inusuales.
En cuanto se toparon con el negro promontorio, Zybar se encaramó sobre él.
— ¿Qué haces? —Preguntó Matrynn, entre perplejo y hastiado.
Pero Zybar no dijo nada. Se limitó a dirigir su mirada al río. A la luz del sol, el agua parecía completamente cristalina, como si no erosionara en absoluto la tierra por la que corría. Gracias a aquella visibilidad, Zybar se sintió como si realmente se hubiese zambullido, y buceara por los recovecos formados bajo aquella roca.
Tal y como sospechaba, no tardó en divisar un banco de peces que había tomado aquel escondite como su nuevo hogar, resguardado del resto de animales del bosque.
Con una sonrisa, se giró hacia Matrynn.
—Esta noche cenaremos pescado —sentenció.
— ¿Piensas ponerte a pescar? —Inquirió éste, mirándole con las cejas arqueadas y los labios fruncidos bajo su espesa barba roja.
—No tardaremos mucho, tengo una idea. —Explicó Zybar, que había captado a la perfección la incredulidad de su compañero—. Tú tienes que ponerte a ese lado de la roca —señaló al lugar donde comenzaba la curva—, y, cuando te dé la señal, saltar al río. Cuando lo hagas, yo esperaré al otro lado y pescaré.
— ¿Cómo? —Preguntó con desconfianza.
—Ya lo verás.
Mientras Matrynn se encaminaba hacia el comienzo del recodo, Zybar bajaba de la roca y se colocaba al otro lado. No le resultaba extraña la desconfianza de su amigo. En las Rocas Nocturnas, cuando intentaba poner en práctica alguna idea, recibía siempre la misma mirada por parte de sus vecinos, como si estuviesen contemplando cómo un loco espantaba a manotazos a algún fantasma invisible.
“Cuando mis ideas tenían buen resultado nadie me miraba así, qué curioso. Lo único que salía de sus bocas eran felicitaciones”, pensó, con una mezcla de diversión y amargura.
En el momento en que se encontró frente al riachuelo, se quitó la almilla, y, con el torso desnudo, contempló su reflejo en el agua. Las costillas se le marcaban profundamente a ambos lados del torso, y sus brazos lucían finos como las tiras de carne de las que se habían alimentado durante la huída. Eso, junto a su incipiente barba, a su enmarañada melena, y al estado de la ropa que aún conservaba, más que a un guerrero le hacía parecer un mendigo que hubiese robado unas botas y una espada.
— ¿Cuánto tiempo me vas a hacer esperar? —Le llegó la voz de Matrynn desde el otro lado de la roca, sacándole de su ensimismamiento.
— ¡Un momento! —Contestó, mientras se apresuraba a anudar la parte superior de la prenda, de forma que los agujeros de las mangas y la cabeza quedaban tapados, antes de añadir—. ¡Ahora!
En cuanto dio la señal, oyó con claridad el chapoteo provocado por su compañero al saltar al río, y metió la prenda en el agua, justo frente a la roca.
— ¡Ya está! —Exclamó Matrynn—. ¿Y ahora qué?
Zybar no respondió. Se limitó a esperar hasta que algo en el interior de la almilla comenzó a moverse. En ese instante, tiró hacia arriba de la prenda. Al mirar en el interior de aquel saco improvisado, comprobó con una sonrisa que tres peces de aproximadamente un palmo de longitud luchaban por salir de su prisión.
— ¡Ya tenemos cena! —Gritó al fin.
Aquella noche, después de cenar, mientras su prenda superior aún seguía secándose al calor de la pequeña hoguera, Zybar se recostó sobre la hierba. Desde su entrada en el bosque, aquel éxodo habría pasado a transcurrir como una simple excursión, de no ser por el temor a lo que pudiera salir de entre los árboles, sobre todo si se trataba de algo envuelto en llamas. Noche tras noche, aquellos miedos se hacían cada vez más irreales, y se disipaban de forma gradual. Sin embargo, en aquel instante, allí tumbado, le sobrevino una certeza. Por primera vez, se dio cuenta de que jamás volvería a su hogar. Por primera vez, se dio cuenta de que ya no existían las Rocas Nocturnas, y podía suceder que no volvieran a existir jamás. Y, por primera vez, se dio cuenta de que no le importaba tanto. Después de todo, Zybar, moreno y enjuto entre enormes guerreros de pelo rojo o amarillo, jamás se había sentido en casa. Más bien se había notado como un extraño, un miembro de ninguna parte que solo estaba de paso. Por primera vez, aquello también le daba igual.
Llevaban ya una semana caminando junto al río cuando se dieron cuenta de que ya no había pendiente. Aquella revelación les sorprendió de repente, mientras bebían agua.
—Ya no vamos cuesta abajo —comentó Matrynn, cuya empapada barba goteaba por el trago que acababa de dar.
—O sea que… —murmuró Zybar, sin saber muy bien a qué atenerse—. ¿Ya no estamos en la cordillera Ardiente?
—No lo sé —sentenció su compañero, tras unos segundos de silencio.
No obstante, la respuesta a aquella pregunta llegó aquella misma tarde. Poco a poco, la vegetación se volvía más rala, y los claros eran más frecuentes. El arroyo se había convertido en un río que prometía ser caudaloso, y ya no podían vadearlo sin tener que nadar.
Antes de que cayera la noche, tuvieron que detenerse.
— ¿Has oído eso? —Preguntó Zybar. Hacía rato que se había dado cuenta de que un murmullo se había unido al resto de sonidos del bosque.
—Sí —musitó Matrynn, lanzando rápidas miradas en todas las direcciones—, puede que más adelante haya un grupo de gente.
Se aproximaron con precaución, sin apartarse del río, mientras los ruidos se hacían cada vez más consistentes. Al cabo de unos instantes, Zybar pudo diferenciar con claridad un desordenado coro de voces y varios sonidos que delataban algún tipo de actividad.
—No tardaremos en verlos —indicó su compañero, cuya mano se había deslizado con lentitud hacia el pomo de la espada.
Inconscientemente, la suya le imitó.
El sol aún seguía asomándose por encima del bosque cuando el campamento apareció ante sus ojos. Cerca de una docena de alargadas tiendas grises, de alrededor de dos metros de altura, se extendían por un enorme claro. Entre ellas, un montón de hombres, todos ellos vestidos con sendas cotas de malla y cargados con espadas, cuchillos y arcos, caminaban de un lado a otro. A la orilla del río, numerosos caballos, recogidos en improvisadas caballerizas, metían sus hocicos en el agua.
—Un campamento militar —sentenció Matrynn—. ¿Qué harán aquí?
—Deben haber visto las hogueras apagarse —intervino Zybar.
Al oír su explicación, Matrynn le miró fijamente, como si hubiese olvidado por completo la existencia de las hogueras y, en consecuencia, la labor como vigilantes que habían dejado atrás.
— ¿Van a ir a por los hombres de las llanuras? ¿Ellos solos? —Bufó al cabo de unos instantes, aunque su voz transmitía un ligero deje de temor—. Morirán todos.
—Pues vamos a avisarles —indicó Zybar.
Aunque notó perfectamente cómo su compañero alzaba los brazos, en un intento de impedirle avanzar, no sirvió de nada, pues, antes de que lo consiguiera, ya había salido de su escondite tras los árboles.
— ¡Eh! —Gritó, haciendo aspavientos con los brazos—. ¡Ayuda!
La reacción fue inmediata. Como si hubiesen oído un cuerno anunciando una inminente guerra, los soldados empuñaron sus armas, mientras buscaban la fuente del jaleo. Junto al río, los caballos comenzaban a encabritarse.
Tras él, Matrynn se internó también en el claro, en pos de su compañero, pero, cuando se encontraban ya a apenas un par de metros el uno del otro, se vieron rodeados por los filos de las espadas de aquel grupo.
— ¡Somos de las Rocas Nocturnas! —Exclamó Zybar, a pesar de que una de las espadas se encontraba peligrosamente cerca de su garganta—. ¡Nos han atacado los hombres de las llanuras!
Al oír aquello, los dos compañeros pudieron captar a la perfección cómo las armas temblaban ligeramente.
— ¿Los hombres de las llanuras? —Intervino uno de ellos, un grueso hombre con un largo bigote pardo. Antes de que Zybar pudiera asentir, añadió—. Llevadlos a mi tienda.
Tanto Matrynn como él se dejaron llevar sin oponer resistencia, aunque Zybar pudo notar un ligero reproche en la mirada de su compañero.
“¿Y qué más da?” pensó, sin embargo. A pesar de la actitud de sus nuevos custodios, estaba seguro de que ambos agradecerían, por primera vez en muchos días de viaje, no tener que dormir con un ojo abierto y otro cerrado, aunque fuese por una maldita vez en lo que les quedaba de vida.